PEDRO PUDÍN DE PAN Y LOS HOMBRES DE RIO


   Cuando su madre era anciana, Pedro vivía con ella en una casa antigua en la que había dos retretes. Uno estaba en el fondo del jardín, y lo indicaban por 'la casita'. No era más que un agujero en el suelo con desagüe en el pozo cercano. Hace mucho tiempo, alguien había puesto una silla encima del agujero y construido una casita de madera en torno. Se podía quitar la tapadera de la silla. El otro, indicado por 'el inodoro', estaba en la casa. El inodoro había sido instalado hace casi cincuenta años mientras se reformaba toda la casa. Estaba conectado con el alcantarillado de la ciudad por un tubo viejo. En este tubo de alcantarilla estaba una curva demasiado pronunciada. Por eso, la madre de Pedro había pegado a la pared una cartita en la que les rogaba a los invitados que no llenaran el inodoro de paños.
   Una vez había una obstrucción en el tubo de alcantarilla. El dueño de la tienda cercana de artículos sanitarios le encargó a un plomero de la reparación. El plomero purgó el tubo así que funcionaba de nuevo como un remolino en el río. La factura salió mal, pero la vieja estaba dispuesta a pagar, porque con sus viejas piernas casi no podía llegar con tiempo a la casita en el jardín.
   Un día Pedro le visitó a su madre junto con una amiga de entonces quien tenía origen de Kazajistán. Los de Kazajistán tienen costumbre de llenar sus inodoros de paños usados, ya que allí funcionan los inodoros como glotones. Por la fuerza de la costumbre hizo el mismo en la casa de la madre de Pedro. El inodoro no quiso colaborar y se negó a cumplir su deber. Ahora le ocurrió a Pedro la funesta idea de que los de la tienda cercana de artículos sanitarios tal vez pidieran demasiado dinero por sus servicios. Llamó por teléfono al plomería 'Rio'.


   El jefe de Rio, cierto Juan, vino por sus pasos contados después de unas horas. Fue un gran hombre gordo con un cigarrito en la boca. Casi se le caía el pantalón. Tenía a un hijo larguirucho, Alberto, quien le acompañaba para aprender el arte del plomero. Juan callejeaba de un lado a otro, y explicó que no consiguió hallar la obstrucción. ¿Le estaba permitido romper las paredes en el sótano? En tal caso, iba a enviar a un obrero mañana para inspeccionar el tubo con una cámara. Estaba muy ocupado, porque la mitad de los ciudadanos sentían urgencia. Sin embargo, iba a hacer lo posible para ayudar. Pedro propuso que purgara el tubo, pero el jefe contestó que toda la casa se quedaría llena de mierda.
   Salieron Juan y Alberto. Pedro y las dos señoras se quedaron en la casa en la que ni siquiera podían fregar los platos, mucho menos cocinar. Comieron pan y bibieron agua de botellas. Uno tras otro corrían a través de la lluvia a la casita al fondo del jardín, y les envidiaban al gato y al perro, quienes podían hacer sus necesidades dondequiera les conviniera hacerlo.
   La mañana siguiente, Juan y dos colegas de Rio llamaron a la puerta al amanecer. Comenzaron a trabajar inmediatamente. Cierto Angiolino comenzó haciendo un otro agujero en el suelo al lado del inodoro. Juan mismo hizo esbozos en un carnet para demostrar que era muy necesario reemplazar todos los tubos. Y el tercer colega, Antonio, comenzó callejeando por el jardín y hablando por su teléfono porteable. Dentro de poco llamó a la puerta el colega número cuatro, cierto Fernando. Llevaba un traje muy ceremonioso, y hizo una oferta con la ayuda de su laptop ... cinco mil euros, incluido el impuesto al valor agregado. Dijo que iban a reparar y arreglar todos agujeros en el curso de la semana siguiente.
   Pedro y su madre se miraron a los ojos. Miraron la casita en el fondo del jardín, y el alpende de la tienda de artículos sanitarios en el jardín del vecino. Pedro se aclaró la garganta y les pidió a los obreros de Rio que se retiraran en seguida. Sin embargo, la factura que tuvieron que pagar ya fue de un precio bastante subido.