PEDRO PUDÍN DE PAN Y OSAMA BIN LADEN


No podemos revelar cómo Pedro Pudín de Pan y nosotros los periodistas nos hemos llegado a la boca del lobo. Por supuesto hemos viajado de incógnito a Islamabad. Allí nos dieron la bienvenida nuestros amigos pakistanís. Hemos pasado unos días calurosos y unas noches frías en los campos de refugiados, vestidos de manera pastún y con largas barbas negras o blancas. Hemos marchado unos días y noches por los senderos casi intransitables de los montes de Afganistán, a lo largo de muchos abismos escarpados, mientras nos seguía un borrito obstinado que llevaba nuestro equipaje. Nos ha salvado la cafetera de Pedro.
A los bombones de chocolate muy ricos que les traía Pedro se lo debemos que los severos guardas nos dejaran pasar al casi inaccesible señor Bin Laden. El hecho de que Pedro pudo contestar a la fría mirada de Osama con una mirada igualmente fría facilitaba que el terrorista quisiera hablar con nosotros en el idioma anglés. Y mientras que nosotros los miserables nos echamos a los pasteles afganos como unos lobos hambrientos, los rechazaba Pedro, quien siempre se mantenía tan amable como decidido.
No comprenderemos nunca cómo Pedro podía tener bastante valor para preguntarle de pasada a Bin Laden por qué sus soldados habían atacado los Torres Gemelas. En seguida Osama comenzó a enumerar todas las razones, mientras gritaba el nombre de Alá muchas veces de manera hipócrita. Todo consistía en que los norte-americanos eran unos perros infieles y decadentes que seguían una política imperialista en el Oriente Medio con la ayuda de toda clase de sus armas infernales.

En el mismo momento entró un hombrecito flaco con una barbita corta y pobre. Habló en árabe con una vocecita temblorosa, y sus ojos estuvieron muy abiertos. Nuestro intérprete susurró que el hombrecito trajo malas noticias sobre la avance de la Alianza del Norte.
Bin Laden estaba furioso. Gritó unas ordenes. Dentro de pocos minutos acudieron unos guerreros feroces. Cogieron al pobre mensajero y lo llevaron al fondo de la cueva. "Lo van a decapitar y moler con nuestro nuevo molinillo de picar carne", explicó Osama con acento irascible. "¡Cuán feos los pies de los que anuncian el mal!" Tras un momento de silencio oímos con miedo en el corazón un grito horrible.

No teníamos ninguna gana de continuar la habla con este tirano. Por eso tratabamos de fabricar un motivo para cortar la conversación. Pero entonces sonó de repente una explosión ensordecedora ... Tras un rato entró un hombrecito gordo con una barbita roja en desorden. Al igual que su predecesor, habló en árabe con una vocecita temblorosa, y estuvieron muy abiertos sus ojos. Nuestro intérprete susurró que el hombrecito trajo unas noticias pésimas: el campo en el que estaban hubo sido alcanzado por una bomba, y de todas partes los agredieron militares norte-americanos.
Bin Laden se asustó. Llevó al pobre mensajero al fondo de la cueva sin decir palabra, pero volvió tras un minuto con pasos inseguros. "¡Quién ha quitado el molinillo de picar carne?", preguntó en voz enojada. "¡Esta noche vamos a comer picadillo!" Pero ya entraron las fuerzas especiales norte-americanas. Uno de esos hombres detuvo a Bin Laden, quien estuvo perplejo. Un otro nos estrechó la mano cordialmente. Aquí se acabó la guerra. Estuvimos seguros de que no iba a volver jamás.