Injusticia


Michael siempre estaba fascinado por puñales y perros grandes. Era un hombre fuerte y se parecía a un gorila joven. Mientras estaba sobrio, parecía muy simpático, pero fácilmente se encolerizaba en estado de embriaguez. En la ciudad a orillas del río IJssel en la que estaba empleado como conserje de un club de estudiantes, hacía trabajitos en todas partes. También había hecho unos trabajitos para un psiquiatra, quien se preocupaba por su bienestar y le daba dinero en ocasiones. Sin embargo, desde el fallecimiento del psiquiatra, la viuda se manifestaba más económica. Inentaba legar su capital en gran parte a una institución caritativa.

En cierto sábado, la viuda fue encontrada asesinada en su propia casa, ante la pintura de su esposo. Los periódicos de viernes y sábado estaban todavía en el buzón, pero por supuesto es posible que los hubiera puesto allí el asesino. Algunos vecinos están seguros de que la habían visto con vida el viernes. Más tarde, una reconstrucción demostró que había sido derribada, estrangulada, y arrastrada a la pintura. Seguidamente, el criminal saltó encima de ella, rompiendole todas las costillas, y la enpuñaló siete veces.


Las policías interrogaron a Michael inmediatamente. Sin embargo, después de cuatro semanas de repente pararon la investigación. ¿Había encantado a los investigadores con charlas sonoras y sonrisas? Pero su alibí contradijo las explanaciones de su amiga, ¿verdad? Y más tarde, el director del cimenterio en que la viuda había sido enterrada dijo que este suspechoso ya le había nombrado algunos detalles del asesinato y de las puñaladas antes de que la víctima fue encontrada.

Además había dos cartas misteriosas. Hallaron la primera carta en el jardín de la viuda, poco tiempo después del descubrimiento del asesinato. La segunda carta fue enviada al puesto de policía tras unas cuatro semanas. Un experto investigó la letra y concluyó que la amiga de Michael había escrito las dos cartitas. Ella había tratado de sugerir que la viuda recibía a hombres de compañía y que ladrones estaban ocupados en robo con fractura hacia el momento del asesinato. Fue un intento flojo de distraer de su amigo la atención de los investigadores.


Los hombres de la ley miraron en dirección equivocada. Percibieron al contable de la viuda, llamado Ernest, a quien su esposa y sus dos hijas seguían fieles por los años que venían. La viuda lo había empleado para rellenar el impreso fiscal y modificar el testamento. Después del asesinato, Ernest comenzó su tarea como ejecutor testamentario. Los investigadores creían que trataba de robar dinero de la herencia. Lo acusaron del asesinato y lo detuvieron. Fue examinado durante tres noches y días en circunstancias que harían llorar hasta a un soldado de marina. Pero los magistrados de justicia en seguida se ofendieron cuando Ernest los calificó de estúpidos.

Desde entonces, llevaban anteojeras. Aun hicieron pruebas falsas para prolongar la detención. Por ejemplo, fingieron que hallaron el puñal, y hicieron una prueba insuficiente con un perro de detección.
Creían que Ernest había mordido el anzuelo por decir que llamó a la viuda por teléfono en la noche del jueves desde un embotellamiento en la zona boscosa de Veluwe para contestar una pregunta sobre el impreso fiscal, porque esta llamada la trató un poste de teléfono muy cerca de la casa de la viuda. Sin embargo, una investigación de la circunstancias meteorológicas mostró que estos dos hechos no fueron contradictorios. La viuda anotó la información, y la autopsia mostró que el asesinato ocurrió el viernes o el sábado. El contable merece mucho crédito por mencionar el embotellamiento que no fue anunciado por los medios de difusión.


Al fin, el juez sentenció a Ernest a prisión porque su DNA había sido encontrado en la blusa de la viuda. Pero es muy posible que el DNA hubiera caído en la blusa en la mañana de jueves, cuando Ernest pasó por casa de la viuda para entregarle un documento. También es posible que el DNA contaminara la blusa después del asesinato. Jueces no entienden del DNA en medida suficiente para juzgar tales pruebas. Por eso tienen que aplicar su sentido común, pero no se atrevan a divergir de los usuales procedimientos inflexibles.
Es una vergüenza que un cordero inocente estuviera en prisión por demasiado muchos años, mientras que el gorila con guantes, quien rompió las costillas de la viuda, no recibía la ayuda psiquiátrica que necesitaba tanto. A unos hombres perseverantes y sus seguidores se lo debemos que este abuso ya no está cubierto. Pero tampoco podemos continuar el abuso.


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