Había una vez un comerciante, ya estaba casado desde doce años, pero no tenía más que una sola hijita, llamada Vasilisa.
Sus padres la querían mucho, era cariñosa y bella. La madre murió cuando la chica tenía ocho años de edad. Desde el lecho de muerte citó a la hijita, sacó
una muñeca de bajo la manta, y dijo:
"Vasilisa, escucha mis últimas palabras. Voy a morirme, te dejo mi bendición maternal, que te voy a dar en seguida, y esta muñeca. Siempre lleva la muñeca contigo, no se la
muestres a nadie, si estés en peligro le da de comer y le pide consejo. Después de la comida va a darte consejo y ayudarte en todo. Y ahora voy a darte mi bendición."
Vasilisa se arrodilló ante el lecho de muerte, estuvo llorando, con la muñeca en las manos. La madre puso sus manos en la cabeza de la chica, la bendijo con la señal de la cruz, se
enderezó para besar la frente de la hija, se arrellanó otra vez con la cabeza en la almohada, y se murió.
Vasilisa siguió arrodillada largo tiempo al lado de la madre muerta. Le prometió que iba a siempre recordar sus palabras y esforzarse por ser buena y seguir pensando en ella.
Desde que había perdido a su esposa, el comerciante estaba muy afligido. Buscaba consolación con su hijita, y Vasilisa podía darle consolación. Bien que ella misma se
afligía porque había perdido a su querida madre, las últimas palabras de la moribunda le habían dado bastante fuerza para ser calma y resignada. Siempre que le dominaba el
sentimiento y casi no podía contener el llanto, le daba de comer a la muñeca, y le decía:
"¡Socorro, por favor!"
Entonces la muñeca le sonreía y le decía:
"Tu madre está en el cielo, siempre te ve y te quiere tanto como siempre. Te ha dado lo mejor que podía darte: la bendición maternal. No le gusta que llores, por eso no llores,
piensa en ella, y le consuela a tu padre."
Entonces se calmaba Vasilisa, aun sentía una grande alegría en su corazón, le podía sonreir y consolar al padre y era la alegría de la casa.
Pasaba un año, el comerciante guardaba luto por su esposa, pero tras otro año había pasado el dolor. Veía su casa sin mujer, su hijita sin madre, aunque no tenía
más de diez años, y gradualmente pensaba en casarse otra vez. No faltaban novias, el comerciante era fuerte y guapo, pero cierta viuda le gustaba más que las demás. Ya no era
joven, ella misma tenía dos hijitas que tenían uno y dos años más que Vasilisa. Por tanto debía de ser una buena ama de casa, una madre con experiencia, quien sabía
lo necesario para criar hijas, y por eso el comerciante creía que sería bueno si le pidiera en matrimonio. Después de madura reflexión tomó su decisión, pidió
la mano de la viuda, ella pidió plazo para reflexionar, y tan pronto como había pasado el plazo, dijo que sí. Se casaron, y la madre con sus dos hijas se instalaron en la casa
del padre de Vasilisa.
Sin embargo, el comerciante estaba equivocado con respecto a ella, cosa que por desgracia les sucede a menudo a los hombres que eligen una esposa. La viuda no era una buena ama de casa de ningún
modo, mucho menos era una buena madre para Vasilisa. Al contrario, le tenía manía a la chica, su aversión crecía cada día. La trataba de manera desabrida, pero era
tan astuta que lo escondía del esposo. Las hijas no eran mejores, trataban a Vasilisa con arrogancia, la chinchaban, les gustaría si llorara por tristeza. Sin embargo, no veían
lágrimas, porque Vasilisa soportaba todo con paciencia. Siempre los malos se enojan de los buenos, por eso la madrastra y sus hijas se enojaban de Vasilisa, y no le podían perdonar que era
bella y se volvía siempre más bella, se volvía la más bella y cariñosa de todo el pueblo. La madrastra y sus hijas rabiaban de envidia, le encargaban a Vasilisa de todo
el trabajo tosco, porque esperaban que tuviera mal aspecto y se hiciera escuálida y fea. Tan dura era la suerte que tenía que aguantar. Pero el trabajo siempre estaba terminado, no se
podía ver en su cara ninguna fatiga, no se volvía fea ni escuálida. Al contrario, se veía siempre más hermosa y floreciente. En cambio, la madrastra y sus hijas se
hacían feas por envidia, aunque estaban sentadas como señoras con brazos cruzados.
Pero a Vasilisa le ayudaba la muñeca, sin la que no sabría qué hacer con todo el trabajo del que le encargaban. Vasilisa guardaba las partes más ricas de la comida, y tan
pronto como al anochecher se habían acostado su madrastra y sus hermanastras, ella se cerraba en su guardilla, levantaba la muñeca, le daba de comer, y le confiaba sus penas.
"¡Oh!", decía. "La vida en la casa de mi padre es dura. Me tratan mal mi madrastra y mis hermanastras. Dime qué tengo que hacer para aguantar esta vida."
"Sí", decía la muñeca. "Tu madrastra y tus hermanastras te tienen envidia, porque creen que eres privilegiada, y es verdad, porque tu eres buena y ellas no, pero no es bueno
despreciarlas, sino más vale compadecerles. Son necias porque te tienen envidia por ser tan bella, y por eso se hacen aun más feas. Te atormentan y te encargan de todo el trabajo, porque
de hecho se sienten impotentes ante tí. Si sigues aguantando sus burlas, no pueden hacerte daño en realidad. Sé paciente, porque siempre da frutos aguantar el dolor. Y no hagas caso
al trabajo del que te encargan. Yo voy a ayudarte."
De esta manera le consolaba la muñeca. E incluso le ayudaba. Mira, muy de mañana, cuando la despertaba la madrastra, Vasilisa veía que ya estaba barrido el suelo, ordenado todo,
lavados los cristales, ardiendo el fuego en la chimenea, y cuando la madrastra y las hermanastras se levantaban, Vasilisa estaba lista, podía ir de paseo y coger flores, lo
hacía, recogía las flores más hermosas y traía ramos de flores en la casa. El comerciante veía lo ordenado y limpio que estaba todo en la casa, las cortinas blancas como
la nieve, la ropa blanca en el armario lavada y planchada, el cobre reluciendo y brillando como fuego, y se consideraba feliz que su esposa nueva era tan buena ama de casa. La madrastra aguantaba la
alabanza, esto tal vez Vasilisa lo aguantara menos, porque sabía que la madrastra era perezosa y no hacía nada. Pero la muñeca decía:
"¡Déjalo! Aprende aguantar esto mismo con paciencia y sabiduría, porque la paciencia y la sabiduría son virtudes importantes."
La madrastra veía que Vasilisa hacía todo rápidamente, por eso le encargaba de siempre más trabajo, ahora incluso en el jardín. Sin embargo, aquí seguía
todo tan milagrosamente como en la casa, los arriates estaban escardados, los senderos limpiados antes de que Vasilisa hubiera sacado el azadón y el rastrillo. No sólo le ayudaba la
muñeca con todo el trabajo, sino también le enseñaba todas especies de flores, hierbas, insectos y pájaros. Esto le consolaba mucho a Vasilisa, a menudo su corazón
rebosaba de alegría, quería mucho a la muñeca, algunas veces por la noche la tenía apretada contra sí, y creía oler en la ropa de la muñeca la
ropa de su madre. Se había quejada de la dureza de la vida, pero con la muñeca su vida se volvía bella.
Pasaban los años. Vasilisa se volvía una muchacha hermosa con ojos azules, cabello rubio como el sol, y mujillas frescas como rosas en flor. Reía y cantaba, todos los muchachos se
enamoraban y llamaban a la puerta. Ahora la madrastra se ponía gris por envidia, porque nadie llamaba por sus propias hijas, y les decía a los muchachos:
"Mi hija más joven no será la novia de nadie antes de que se hubieren casado las mayores."
Así despedía a los muchachos, descargaba su furia en Vasilisa, la insultaba, aun no vacilaba en golpearla. Pero la muñeca le decía a Vasilisa:
"Tienes que aguantarlo. No te preocupes, tienes la bendición de tu madre, ningún poder en el mundo podrá impedir que venga el novio que va destinado a tí."
Pero entonces ocurrió algo muy triste. Murió el padre de Vasilisa, ahora la muchacha no pudo contener el llanto. Ahora se sentía sola en la casa enemiga. Buscaba consuelo con la
muñeca, quien le daba mucho consuelo. Sin embargo, se volvía aun más dura su situación, porque la madrastra tenía libertad de acción y ya no tenía que esconder
su comportamiento de su esposo. Vociferaba más alto que nunca, golpeaba más cruelmente que antes, y siempre se enforzaba por humillar a Vasilisa. Pero la muñeca siempre le incitaba a
Vasilisa que fuese valiente, le ayudaba con todo el trabajo, y decía:
"Tienes la bendición de tu madre, y yo estoy contigo, por tanto no tienes que ser desesperada."
Algún tiempo después del fallecimiento de su esposo, la madrastra y sus hijas y Vasilisa mudaron de casa, porque la casa en el pueblo era demasiado grande y ya no podían habitarla.
Se instalaron en una casa menos grande, que estaba cerca del borde de un gran bosque. En el centro del bosque estaba un prado en que estaba una casucha. En esta casucha vivía una bruja vieja,
llamada Baba Yaga. Era aconsejable que nadie viniera cerca de la casucha, porque Baba Yaga mataba y asaba y comía a la gente como si fueran gallinas.
Ahora vivía Vasilisa con la madrastra y las hermanastras al borde del bosque, y a menudo la madrastra le mandaba a Vasilisa que recogiera bayas y ramos en el bosque, porque a escondidas
esperaba que Vasilisa se extraviara y llegara cerca de la casucha de la bruja. Pero Vasilisa siempre se volvía sana y salva, porque llevaba la muñeca, quien le indicaba los senderos que no
llevaban a la casucha de Baba Yaga.
Entonces llegó el otoño. Una noche, la madre les encargó a las muchachas sus tareas: una tuvo que hacer encaje, otra tejer calcetas, y Vasilisa sentarse en el torno de hilar.
La madre extinguió el fuego en la chimenea y todas las velas excepto una, lo hizo a propósito, porque les hubo dicho a sus hijas que extinguieran la última vela como si lo hicieran
por descuido, y que enviaran a Vasilisa a la casucha de Baba Yaga para pedirle nuevo fuego. Antes de acostarse, la madre les mandó a las muchachas que cada una hiciera toda su tarea.
Aunque las hermanastras lo hicieran de mala gana, apenas escondieron su placer anticipado por la angustia que tendría Vasilisa si en plena noche la enviaran a la bruja en el bosque.
Estuvieron sentadas las muchachas, y trabajando, chascaban los carretes de la almohada de encaje, hacían tictac las agujas de hacer punto, zumbaba el torno de hilar. La vela
quemó más bajo, la hermanastra mayor cogió las tijeras para cortar la mecha, pero a propósito no lo hizo mañosamente, de repente siseó el sebo y se apagó
la llama. La muchacha fingió asustarse y gritó. Ahora estuvieron sentadas en la oscuridad.
"¿Qué vamos a hacer?", dijeron. "No hay fuego en la casa, y ya no hemos terminado el trabajo. Tenemos que pedirle fuego a Baba Yaga."
"Yo no voy", dijo la mayor. "Mis alfileres están brillando, puedo ver sin mucha luz."
"Me basta la luz de mis agujas", dijo la segunda. "Yo no voy tampoco."
Vasilisa se calló, pero las dos otras dijeron:
"Por tanto tienes que pedir fuego tú. ¡Anda, a Baba Yaga!".
Vasilisa siguió sentada inmóvil, pero las dos otras se levantaron y a oscuras la empujaron fuera del cuarto.
Ahora estuvo en pie fuera, con la mano en el pecho, porque sintió el corazón palpitando con fuerza. Hizo lo que siempre hacía frente a dificultades, fue a su cuartito, cogió la
muñeca, le dio algo de comer, y dijo:
¿Qué tengo que hacer? Me envian a Baba Yaga para pedirle fuego. Mis piernas están temblando tanto que quizás no pueda dar un paso en el bosque."
"Sí, tienes que ir no obstante", dijo la muñeca. "Sin embargo, no tengas miedo. Haz lo que digo, me lleva contigo, entonces no te va a suceder nada malo, y no te puede dañar
Baba Yaga."
Vasilisa cogió la muñeca, la escondió bajo el abrigo, y salió de la casa, angustiosa. Fue al borde del bosque, vino bajo los árboles en el ambiente del bosque.
Ya le estaba palpitando el corazón con menos fuerza. No oía ni los búhos ni los gritos de otros pájaros nocturnos. Solamente oía a los árboles murmurando, un pájaro
despierto, y un erezito que estaba paseando y comiendo de noche, porque temía la luz del día. Se sentó al lado del sendero un conejo que se fue saltando en la oscuridad con patas
largas traseras que echan el culo al aire para seguir las patas delanteras. Poco a poco veía más, se calmaba, ya no tenía angustia, veía las copas de los árboles contra el cielo
despejado y veía las claras estrellas. Allí está mi madre quien me bendijo, pensaba, y mi padre. Se alegraba de que ya no sentía miedo, marchaba durante muchas horas. La
pasaba un jinete blanco rápido, cuyo vestido era blanco, sentado con riendas blancas en un caballo blanco. En el bosque llegaba la aurora entre dos luces. La pasaba otro jinete rápido, quien
era rojo con vestido rojo, sentado con riendas rojas en un caballo rojo. Comenzaban cantando todos los pájaros entre el rocío de la mañana, y salía el sol.
El bosque se abría para el día. Vasilisa disfrutaba el paseo, pero algunas veces tenía que descansar. Cogía arándanos y zarzamoras para aplacar el hambre y la sed,
y continuaba su camino. Marchaba todo el día, sólo hacia la noche llegó al prado abierto en el que estaba la casucha de Baba Yaga, y entonces venía el crepúsculo.
Un jardín pequeño y mal atendido circundaba la casucha de Baba Yaga. El cercado del jardín era terrible, porque se componía de huesos humanos secados.
Siempre que hacía viento, los huesos traqueteaban. En las estacas había calaveras que no se veían amables, pero ponían cara de enfado, porque no les gustaba lo que estuvieran en
las estacas, y se veían hambrientos, porque estaban en ayunas. Por supuesto era horroroso el ambiente de Baba Yaga, ya que era una bruja, y había hecho que fuese horroroso por medio de los
usuales huesos, que por supuesto habrían preferido estar enterrados en paz en alguna parte. Y era tan triste la puerta del cercado: en lugar de bisagras había pies, y había manos en lugar de
cerrojos. Se podía mover las manos para abrir o cerrar la puerta, y la cerradura era una boca hambrienta, llena de dientes. ¡Qué extraño!, pensaba Vasilisa, y tenía
razón, porque era extraño. La pasaba otro jinete rápido, quien era negro con vestido negro, sentado con riendas negras en un caballo negro. Se hacía de noche, y el jinete
había desaparecido en la puerta como si la puerta lo hubiera engullido. Sin embargo, no seguía oscuro largo tiempo, porque en todas las calaveras los ojos comenzaban ardiendo, el ardor se
volvía siempre más claro. El ardor era estremecedor, pero en el prado empezaba a clarear milagrosamente, ahora se podía ver todo. De pronto había alboroto en el bosque, había
tempestad, crujían los árboles, las hojas áridas giraban hacia abajo. Se acercó Baba Yaga volando por el aire en un gran mortero que accionaba con la mano de mortero, borrando los
vestigios con una escoba. No fue de extrañar que estuviera tanto ruído en el aire. Baba Yaga se posó en el suelo delante de la puerta, se apeó del mortero, de repente
comenzó a olfatear, y chilló:
"¡Ah! ¡Oigo carne de hombre! ¡Oigo carne de hombre! ¿Quién está ahí?"
"No tengas miedo", le susurró la muñeca a Vasilisa, "no puede dañarte."
Se acercó Vasilisa, se inclinó a Baba Yaga, y dijo:
"Soy Vasilisa, abuelita, mis hermanastras me han enviado a usted para pedirle fuego."
"Ah, ya veo", dijo Baba Yaga. "Sí, ya conozco a tis hermanastras. Bueno, entra y te queda conmigo, entonces puedes trabajar para mí y después te daré fuego. Pero ¡ay de
tí! si no hagas bien tu tarea, porque en tal caso te comeré."
Entonces se apostó ante la puerta, y gritó:
"Mis fuertes cerrojos, muevan atrás, mi fuerte puerta, ábrate de golpe."
Las manos huesudas se movieron atrás chirriando, y la puerta se abrió de golpe. Entraron Baba Yaga y Vasilisa. Se cerraron la puerta y los cerrojos con mucho ruído. En la casucha se
estiró Baba Yaga y bostezó. Bostezó por hambre, porque le dijo a Vasilisa:
"Quiero comer, dame lo que está en el horno."
Sin embargo, estaba oscuro en la casucha, por eso Vasilisa tomó una astilla de pino, la llevó afuera de la casa, la encendió con el fuego en una de las calaveras, y entró otra
vez. Ahora tenía luz. Baba Yaga estaba sentada con la barbilla en la mesa y la nariz contra el techo, era una bruja verdadera. Vasilisa fue al horno y lo abrió. Dentro del horno vio un plato
más grande que una puerta en el que estuvo medio buey tostado. Gracias a Dios, pensó Vasilisa, no es carne humana sino de buey. Trató de mover el plato, pesaba mucho, casi no pudo
levantarlo, pero al fin pudo ponerlo en la mesa. La bruja dijo:
"¡Traeme cerveza de miel y vino!"
Vasilisa fue al sótano, buscó un barril de cerveza de miel y un barril de vino, y llevó todo a la bruja. La bruja rápidamente comió y bebió todo, tanto los
barriles como el plato. Después coció un poco de sopa de col. Al borde del platito, Vasilisa recibió un pedazo de pan y un filete de cerdo, tuvo hambre y comió con gusto.
Después de la comida se acostó la bruja. Estaba tendida con la barbilla en la manta y la barbilla contra el techo. Le dijo a Vasilisa:
"Mañana cuando he salido, tienes que limpiar el jardín, barrer la casa, preparar la comida, y lavar la ropa. Seguidamente tienes que subir al sobrado, traer un saco de trigo y depurarlo,
y haz que hayas terminado todo antes de que llegaré a casa, porque si no te comeré."
Apenas dio estas ordenes, se durmió y roncaba.
Vasilisa sacó la muñeca que estaba bajo su ropa, se desvestió, y se echó en un banco con mantas contra la pared. Cogió la muñeca en brazos y le dijo:
"Necesito más de una semana para hacer las tareas que me dio Baba Yaga. ¿Qué hacer? Si no puedo terminarlas dentro de un día, Baba Yaga me comerá."
"No te preocupes, Vasilisa", dijo la muñeca. "Baba Yaga no puede dañarte. Reza a Dios, y acuéstate. Buen consejo no lo procura la noche, sino la mañana."
Vasilisa miró a su muñeca, vio los ojos en el oscuro, y era como si le sonrieran los ojos de su madre. Hizo la señal de la cruz y recitaba en voz baja el rezo de noche. La bruja
roncaba tanto que retumbaba la casucha. Afuera hacía mucho viento, y los huesos traqueteaban con un ruído seco. La calaveras ardían y alumbraban el prado y el bosque. La cerradura de
la puerta era una boca, abierta para morder. Sin embargo, Vasilisa dormía más quieta que nadie, con una sonrisa en su faz.
La mañana siguiente, muy de madrugada, se despertó Vasilisa. Baba Yaga ya se había levantado y miraba por la ventana. Se extinguía el fuego en las calaveras.
Pasaba un jinete blanco rápido, cuyo vestido era blanco, sentado en un caballo blanco; amanecía el día. Vasilisa espió a Baba Yaga para ver qué iba a hacer. Salía la bruja,
silbaba, venían el mortero y la mano de mortero y la escoba, se caían al suelo ante ella con un ruido sordo. Pasaba un jinete rojo rápido, cuyo vestido era rojo, sentado en un caballo rojo;
salía el sol. La bruja se sentaba en el mortero, lo accionaba con la mano de mortero, borraba los vestigios con la escoba, y desaparecía.
Ahora Vasilisa estaba sola. Miró alrededor para ver cuál tarea hacer primero, pero con asombro y alegría vio que todo ya estaba listo, la ropa lavada y planchada, el suelo
barrido, y la muñeca estuvo sentada al lado del banco en el que Vasilisa había dormido, cribando los granos de trigo.
"¡Oh, mi salvadora!", dijo Vasilisa. "Sin tí yo no sabría qué hacer. Siempre que esté en peligro, tú me ayudas."
"Ahora solamente tienes que preparar la comida", dijo la muñeca, y otra vez se echó en la sofá. "La prepara con la ayuda de Dios, y después espera tranquila."
Era verdad, no tenía que hacer más que preparar la comida, porque incluso el jardín estaba limpiado. Vasilisa iba al sótano, arrastraba medio buey hacia arriba, lo asaba,
ponía en la mesa otro barril de cerveza de miel y otro barril de vino. Llegada la tarde, ponía la mesa y esperaba a Baba Yaga. Anochecía, pasaba un jinete negro rápido, entonces
se hacía de noche y los ojos en las calaveras ardían. Temblaban los árboles y se estremecían los arbustos, en seguida venía una enorme tempestad, bramaba el bosque,
volaban las hojas contra las maderas de la casucha. Descendía Baba Yaga, y se apeaba de su mortero.
Vasilisa fue al encuentro de la bruja, quien le preguntó: "¿Has terminado todo?".
"Sí, abuelita", dijo Vasilisa. "Puede inspeccionarlo."
La bruja olfateó en todas partes. Estaba barrido el suelo, planchada la ropa, cribados los granos de trigo. Baba Yaga pudo estar contenta, y estuvo contenta, pero le dio pena que no
podía hacer reparos. A disgusto dijo: "Está bien."
Entonces gritó chillando: "¡Fieles sirvientes, amigos íntimos, muelan mi trigo!"
Vio Vasilisa aparecer tres pares de manos que llevaban el trigo.
Comía Baba Yaga; estaba sentada con la barbilla en la mesa y la nariz contra el techo; comía y bebía con gusto, pero no se veía agradable mientras comía.
Terminada la comida, quería acostarse y dijo:
"Mañana, haz lo mismo que hoy, pero además baja el barril lleno de semillas de amapola que está en el sobrado, y limpia las semillas, porque alguién las ha mezclado con
arena."
Apenas mandó esto, se volvió a la pared, dormía y roncaba.
Vasilisa fue al sofá, le dio de comer a la muñeca, y le contó la tarea que tenía que hacer mañana. Dijo la muñeca:
"Reza a Dios, y acuéstate. Buen consejo no lo procura la noche, sino la mañana. Todo estará listo mañana."
Rezó y se durmió Vasilisa con la muñeca en brazos.
Salía de madrugada Baba Yaga, y Vasilisa quería empezar la tarea, pero vio que la muñeca ya había terminado todo, como ayer. No tenía que hacer más que
preparar la comida, y era una tarea grande, porque la bruja nunca se saciaba de comer. En la tarde ponía la mesa y esperaba a Baba Yaga. Llegaba la bruja con tempestad y ruído.
Inspeccionado todo, gritó chillando:
"¡Fieles sirvientes, amigos íntimos, traigan las semillas de amapola y expriman el aceite!"
Vio Vasilisa aparecer tres pares de manos que se llevaban las semillas de amapola.
Comía la bruja con la barbilla en la mesa y la nariz contra el techo. Vasilisa se sentó al lado de ella, y comió un poquito. Al fin, Baba Yaga terminó la comida, y dijo:
"Estás mirando alrededor estupidamente. ¿Por qué no dices nada?"
"No me lo atrevo", dijo Vasilisa, "pero si me lo permite, quiero preguntar algo."
"Pregunta, pero considera que no lleva a algo bueno cada pregunta, y quienquiera sepa mucho se hace viejo temprano."
"Sí, con todo quiero preguntarle algo, abuelita", dijo Vasilisa. "Durante mi caminata hacia aquí, me pasó un jinete blanco, vestido de blanco, en un caballo blanco.
¿Quién es?"
"Es el claro día."
"Y tras un rato me pasó un jinete rojo, vestido de rojo, en un caballo rojo. ¿Quién es?"
"Es el rojo sol."
"Y delante de la puerta de su casucha me pasó un jinete negro, vestido de negro, en un caballo negro. ¿Quién es?"
"Es la oscura noche. Son mis tres fieles sirvientes."
Vasilisa pensó en los tres pares de manos, y se calló."
"¿Por qué no sigues preguntando?", preguntó Baba Yaga.
"Me basta lo que ya sé. Ha dicho usted que quienquiera sepa mucho se hace viejo temprano."
"Es bueno que solamente hagas preguntas sobre lo que hayas visto en el bosque", dijo Baba Yaga. "No me gustaría si hicieras preguntas sobre las cosas que hubieras visto en mi casa, o si
revelaras estas cosas en público. A los que tengan demasiada curiosidad por saber todo, suelo comerlos. Ahora yo quiero preguntarte algo. ¿Cómo es posible que siempre puedas
terminar todas las tareas que yo te imponga?"
"Me ayuda la bendición maternal", dijo Vasilisa.
Ahora se asustó la bruja, sí, de verdad, fue alarmada, y gritó:
"En tal caso, ¡lárgate, hija bendecida! No me gustan los bendecidos. No quiero que estén en mi casa."
Se hubo levantado y abrió la puerta. Vasilisa cogió su abrigo, se lo puso, y se metió la muñeca bajo el abrigo.
"¡Date prisa!", gritó la bruja. "¡Largo de aquí!"
Vasilisa salió. Baba Yaga cogió de una de las estacas en el jardín una calavera con ojos ardientes, la puso en un palo, y se la dio a Vasilisa en manos.
"He aquí el fuego para las hijas de tu madrastra", dijo. "Ya que te habían mandado pedirme este fuego."
(Gran Libro de Cuentos de Margriet: narrado de nuevo por Antoon Coolen, traducción por Hendrik Reuvers)