Había una vez un rey, quien tenía un hijo. Cierto día cayó enfermo el príncipe. Los médicos que lo examinaron le comunicaron al rey su temor por la vida del
hijo. Aunque sabían que la condición del príncipe no estaba tan mala, le advirtieron al rey del peor desenlace. Si muriera el muchacho, el rey creería que eran listos porque
lo habían previsto. Si se repusiera, en consonancia con su previsión verdadera, el rey respetaría aun más su listeza, porque habrían curado a un muchacho tan enfermo. Sin
embargo, al oír el mensaje aterrador de los médicos, el rey se asustó, y prometió que, si su hijo se repusiera, haría vaciar la gran pila de agua en el jardín
delante del palacio y llenarla de miel y mantequilla para los pobres. Después de unos días, se repuso el muchacho. Los médicos recibieron una condecoración que se prendieron en el
pecho, y el rey mandó llenar la pila de miel y mantequilla para los pobres. Fue vaciada la pila y cuidadosamente limpiada, así que la gente podía ver que había sido construida
del blanco mármol que brilla a pesar de los filones marrones. Seguidamente fue llenada una mitad de mantequilla deliciosa, que era amarilla y aromática, la otra mitad de miel, que fluía
de los cántaros como oro iluminado por el sol. Los pobres venían con platos y latitas. Las preocupaciones del rey les habían traído un golpe de buena suerte. Sacaban miel y
mantequilla, en camino a casa ya golosineaban un poquito, y no importaba, porque había bastante existencia. El príncipe restablecido estaba sentado a la ventana, mirando todo. Vino una
viejita que parecía contenta con un poquito de miel y mantequilla, porque llenó una cascarita de huevos y hizo ademán de llevarla a casa. Lo vio el príncipe, no pudo aguantar la
risa, abrió la ventana, tomó arco y flecha, apuntó, y acertó, rompiendo la cascarita en las manos de la viejita. La mujercita vieja alzó la vista para ver quién hubo
tirado, vio al príncipe que estaba riendo a la ventana, y gritó:
"Bueno, eres un bribón, y un buen tirador. ¡Un príncipe como tú debería salir para buscar a la princesa Naranjina de Oro!"
"¿Quién es la princesa Naranjina de Oro, y donde está?", gritó el príncipe.
"Ahora quieres saber algo que yo no quiero revelar", dijo la mujercita. "Has rompido mi cascarita y creído que podías hacer una broma. Pero mi flecha es tan acertada que la tuya, y yo hago
la broma. ¡Buenos días!"
Esta respuesta no la podía aguantar el príncipe. De repente se había puesto curioso por saber a qué se había referido la mujercita. Por eso salió del cuarto,
cogió un gran plato de la cocina, y lo llevó afuera. Llenó el plato de miel y mantequilla, miró donde estuvo la viejita, y corrió detrás de ella. Cuando la
alcanzó, dijo:
"No intentaba nada de malo. Mira qué te he traído."
Le dio el plato lleno de miel y mantequilla, y además le puso en la mano una moneda de oro, y preguntó:
"Cuentame a qué te referiste, hablando de Naranjina de Oro."
"Si quieres saberlo, voy a contartelo", dijo la mujercita. "Escucha. Si viajas por siete reinos, llegarás a un jardín en que están creciendo tres
naranjas en un árbol de naranjas. Tienes que cogerlas, y es fácil, pero no puedes cogerlas con la mano, porque en este jardín está durmiendo un gigante. Si las cogieras con la
mano, se depertaría el gigante, y acabarías mal.
Por eso tienes que ser prudente. Lleva contigo una cajita llena de agujas y un poquito de sal. Cuando el gigante te persiga, echa las agujas detrás de tí, y con la ayuda de Dios
se volverá una mar de agujas. Cuando el gigante aun pase la mar, echa la sal detrás de tí, y ya no te molestará mucho. Lleva las naranjas contigo, porque son naranjas de oro.
Si eres prudente, llegarás a casa trayendo a la princesa más bella de doce reinos. Toma este silbato. Si has perdido el camino, tienes que usarlo.
Entonces la mujercita se marchó. El príncipe se quedó atrás con el silbato. No le parecía mala idea lo que le había dicho la viejita. Fue a casa, porque no
quería perder ni una sola hora. Ante el trono le dijo a su padre:
"Padre, ahora estoy curado, y me siento más fuerte que nunca. Quiero salir para buscar una novia, y te prometo que volveré trayendo a la princesa más bella de doce reinos.
Me acompañarán las oraciones y buenos deseos de los pobres que están agradecidos porque les has dado tanto miel y tanta mantequilla por mi restablecimiento. Dame tu
bendición para que sean exitosos mi viaje y mi intento."
"No te quiero impedir un viaje que quieres emprender por tal intento con tanta confianza", dijo el rey.
Puso las manos en la cabeza del príncipe arrodillado, y le dio su bendición.
El príncipe llenó su morral, añadió agujas y sal, e inició el viaje. Marchaba de uno al otro reino, dormía en cavernas o a campo raso, iba andando desde la
madrugada hasta la noche, veía muchas tierras extrañas y ciudades, y al fin llegó al séptimo reino. Pero allí la gente no sabía nada sobre el jardín con
el árbol de naranjas. Al llegar a un gran bosque, el príncipe dudó sobre adónde ir. Se acordó del silbato que le había dado la viejita. Lo sacó del
bolsillo y silbó. ¡Qué sorpresa tan magnífica! De todas partes de los árboles y de los matorrales acudieron enanitos, de los que estuvo plagado el suelo. Cercaron al
príncipe en nutridos grupos, y le preguntaron con más de mil pequeñas voces:
"¿Qué nos manda nuestro maestro? ¿Qué nos manda nuestro maestro?"
El príncipe comenzó a correr por ahí para buscar agua. Por suerte pronto llegó a un arroyo.
Depuso la naranja con la niña a la orilla del arroyo, sacó agua, y se la dio para beberla. Mira, ahora la niña
se desprendió de la naranja, se volvía más grande rápidamente, crecía fuera del fruto.
Allí estaba la cáscara de oro, pero la niña se arrodilló al borde del arroyo, se acurrucó y
comenzó a beber. Bebía y bebía. El príncipe estaba perplejo al ver que bebía todo el agua
del arroyo. Y después la niña aún tenía sed. Se enderezó, miró alrededor angustiosa,
y gritó:
"¡Agua!, ¡Agua! ¡Si no recibo más agua, tengo que morir!"
Mientras el hijo del rey miraba alrededor para buscar más agua, de repente la niña se fue corriendo
rápidamente como si fuera un pajarito. El príncipe quiso correr detrás de ella, pero la
niña ya había desaparecido. Allí estaba el muchacho y miraba la cáscara vacía, pero aún
tenía otras dos naranjas. Decidió proceder con más cautela al pelar el segundo fruto. Marchaba por el
arroyo seco, continuaba caminando, y tras unas horas llegó a un laguito claro y azúl.
Pensó que aquí había bastante agua y decidió abrir la segunda naranja.
Se sentó y tomó la segunda naranja. Al tenerla en la mano, se imaginó que sentía un
corazón que estaba palpitando suavemente. Peló prudentemente la parte de arriba del fruto, y, sí,
vio una cabezita que rompió la membrana de la naranja, y vio un par de brazos. La niña era muy encantadora,
era aún más cariñosa que la primera, y gritó:
"¡Agua!, ¡Agua! ¡Si no recibo agua, tengo que morir!"
El príncipe sacó agua y se la dio para beber. Crecía fuera del fruto tan rápidamente como
la niña de la primera naranja, saltó de la cáscara, y allí estaba de pie, tan grande como todas las
niñas, fresca y hermosa como una rosa en la primavera. Pero fue al borde del laguito a toda prisa, se arrodilló,
y se tendió para beber. Bebía y bebía. El príncipe no había visto tanta sed nunca. La niña
bebía todo el agua del laguito hasta la última gota. Entonces se enderezó de un salto, miró
alrededor, y gemió:
"¡Agua!, ¡Agua! ¡Si no recibo más agua, tengo que morir!"
El príncipe la quiso coger de la mano para buscar agua en la cercanía juntos, pero la niña ya se
había ido tan rápidamente como el viento, como si fuera un pajarito. El príncipe corrió
detrás de ella, pero en vano, porque dentro de unos momentos la muchacha ya había desaparecido.
Ahora el hijo del rey tenía sólo una naranja, y se hizo el propósito de proceder con aún
más cautela. Estaba decidido a hacer que, si saliera una niña del tercero fruto, esta no se le escaparía
como las dos otras. Pasaba unos arroyos que murmuraban, bebía para calmar su propia sed, pero no se atrevía a pelar
su última naranja. Sabía por experiencia que a las dulces niñas que salten a la vida desde naranjas de oro
no les basta ni un arroyo entero para aplacar la sed inicial. Continuaba su viaje por ciudad tras ciudad, reino tras reino,
y al fin llegó a un grande rio ancho. Ya había visto desde lejos este rio que se serpenteaba entre
bordes verdes y brillaba como plata bajo el sol. Se sentó a la orilla del rio que no podrían
vaciar ni mil caballos sedientos. Tomó la tercera naranja de oro y cortó la parte de arriba de la
cáscara. Sí, una cabecita salió de la membrana del fruto, y después salieron dos brazos blancos,
y gritó una voz:
"¡Agua!, ¡Agua! ¡Si no recibo agua, tengo que morir!"
De prisa el príncipe sacó agua y se la dio para beber. Ella también crecía tan
rápidamente que el hijo del rey no lo habría creído si no lo hubiera visto con sus propios ojos.
Saltó de la cáscara, corrió al rio, y se tendió para beber. Bebía y bebía. El
príncipe estaba detrás de ella para evitar que la chica fuera a escapar. La niña bebía y bebía,
pero no podía vaciar el rio que era ancho y profundo. Agotada por el esfuerzo, al fin se quedaba tendida
con la oreja derecha en el suelo. Se había dado por vencida, no podía vaciar el rio.
El príncipe esperaba hasta que la niña había cobrado aliento, y entonces la puso en pie.
Le encantaba al príncipe el hecho de que no se hubiera ido corriendo la niña a la que miraba con asombro y
admiración, porque ella era más bella que las otras dos juntas.
Llevaba trenzas rubias que brillaban como el sol. Tenía ojos azules como el cielo y mejillas acaloradas como el
rosicler. De verdad era la más bella de doce reinos. Con un sobresalto el hijo del rey se dio cuenta de que
podría haber desaparecido la muchacha que estaba aquí y no hacía ademán de desaparecer.
El príncipe se quitó el abrigo, la capa y el blusón. Se puso la capa otra vez, y le dio el
blusón a ella. Seguidamente le echó el abrigo sobre los hombros en que ella se envolvió. Ahora la
niña ya no tenía que tiritar ni dar diente a diente por el frío al anochecer. Seguían
adelante juntos. Marchaban por el borde del río hasta que llegaron a un transbordador. El barquero los
transbordó y les deseó un buen viaje. Todas las noches el príncipe hacía un lecho de hojas y
musgo, encendía un fuego para vigilar al lado de ella, y por las mañanas continuaban el viaje.
El príncipe contó que era un príncipe, y ella dijo que era una princesa. A su cuna de princesa
había venido
una mujercita y prohibido que el bebé fuese a exponerse al cielo descubierto dentro de quince años.
Si lo hiciera antes, se expondría a un gran peligro. Los que lo habían oído se lo contaban a la princesa
después, y ella obedecía hasta que una vez no pudo resistir la tentación de estar fuera con las flores
bajo el sol. Vino un gigante quien la llevó del jardín en que ella estuvo cogiendo flores a su estancia en que
ya estaban otras dos princesas. Antes de dormirse el gigante, y dormir como un lirón por siete años, las transformó en
tres naranjas de oro que fuesen a colgar de un árbol milagroso que tenía una voz para advertir al gigante en caso de
peligro. El príncipe contó que había ido a correr mundo para buscarla hasta que la encontrara.
Ella lo llamó su salvador, y él la llamó princesa Naranjina de Oro. Este nombre le gustaba mucho a la
princesa. Lo abrazó y besó. El hijo del rey estaba muy alegre, porque en su corazón
había tomado mucho cariño y amor a la princesa Naranjina de Oro.
Tras un viaje sin problemas llegaron al reino del príncipe. Fueron a la ciudad del rey. Sin embargo, fuera de la
ciudad había una fuente y un estanque y alrededor muchos árboles. El príncipe la llevó allá
a la princesa Naranjina de Oro, y le dijo:
"Mira, aquí está un árbol cuyas ramas y ancha copa colgan del tronco sobre el estanque. Voy a
hacerte un asiento en la copa, porque es difícil introducirte en el palacio mientras estás
llevando mi blusón y mi abrigo. Te ahuyentarían antes de que yo podría explicar que eres una verdadera
princesa. Por eso tienes que quedarte aquí, subirte al árbol, y esconderte entre la fronda. Mientras tanto,
yo voy a mi padre para contarle todo lo que ha ocurrido. Voy a preparar lo necesario para recibir festivamente a una
princesa ilustre. Seguidamente vamos a recogerte, yo y mi séquito, y traerte vestidos de princesa para que no tengas
que tener vergüenza y estarás vestida de una manera que conviene a la princesa más bella de doce
reinos."
Naranjina de Oro estaba de acuerdo. El príncipe le hizo un asiento en el árbol, trenzó un trono de
ramos y hojas, le ayudó subir al árbol, y le puso en el asiento. Entonces se despidió de ella
y le aseguró que iba a darse prisa y volver dentro de unos días. Saltó del árbol y fue a la
ciudad.
En la cercanía había una aldea cuyo alcalde tenía una asistenta feísima. Esta asistenta iba
a sacar agua del estanque bajo los árboles cada día. Vino con su cántaro debajo del árbol en
que estaba Naranjina de Oro, se acurrucó para sacar agua, y vio en el agua la imagen reflejada de la faz de Naranjina
de Oro, quien prudentemente hubo inclinado la cabeza para ver qué vino a hacer esa muchacha. Sin embargo, la
asistenta estuvo perpleja, porque creyó que la imagen reflejaba su propia faz.
Se levantó de un salto, y gritó:
"¡Qué estúpida soy, por permitir que la gente me califique de fea! Es probable que lo digan para
que yo haga todo el trabajo sucio y humilde. Ahora veo que soy bella, por eso ya no quiero sacar agua."
Hizo unos pasos de baile, y volvió a casa. Claro que ahora se creía por encima de su maestra, porque le dijo
altaneramente: "Ya no sacaré agua, porque soy más bella que todas las princesas."
Y echó el cántaro al suelo, así que se rompió en mil pedazos.
Pero se hizo furiosa su maestra, quien gritó:
"¡Eres una criatura fea, estúpida y fatua! ¿Por qué destrozas mis cántaros?
¿Por qué crees que eres bella? Eres tan fea que te asustarías si pudieras verlo.
Déjate de tonterías, si no quieres una paliza. Haz tus tareas, ve a bañar a mi niño en el
estanque, y lárgate.
La asistenta cogió al niño de la mano y lo llevó al estanque. Sin embargo, cuando quiso sacar agua
para lavarlo bajo el árbol en que estaba Naranjina de Oro, vio otra vez la imagen reflejada de la cariñosa
faz de Naranjina de Oro. Porque creyó que la imagen reflejaba su propia faz, dijo:
"¿Por qué permito que me engañe mi maestra? Veo mi belleza con mis propios ojos. Por supuesto me insulta
mi maestra, porque es celosa. Pero no soy loca. Si soy tan bella como una princesa, tienen que darme un trato de princesa.
Por eso ya no voy a lavar a niños sucios y desobedientes."
Le dio una bofetada al niño, quien comenzó a llorar en voz alta, lo cogió de la mano, y lo
arrastró a casa.
"Mira", le dijo a su maestra, "tu hijo cargante está contigo otra vez. Si lo quieres lavado, lo lava tú mismo.
Yo rechazo lavarlo, porque he visto que soy más bella que todas las princesas."
Pero ahora a la esposa del alcalde se le acabó la paciencia. Cogió un palo y le dio a la asistenta una
paliza.
"¿Por qué maltratas a mi hijo?", gritó. "No sólo eres estúpida y fea, sino
también loca. Te mira en el espejo, y vas a ver tu faz repugnante. Ya no quiero que estés en mi casa."
La asistenta se miró en el espejo que le tendió la maestra furiosa, y vio con vergüenza lo fea que
era. Salió de la casa, ahuyentada por su maestra. Pero volvió al estanque, porque era obstinada. Bajo el
árbol en que estaba Naranjina de Oro vio otra vez en el agua la hermosa faz reflejada.
"No lo comprenderé nunca", dijo. "En casa soy feísima, pero aquí soy bellisima."
Naranjina de Oro ya no podía ahogar la risa. Se reía efusivamente de las tonterías de la
asistenta, quien oyó la risa, se asustó, y miró hacia arriba, donde vio entre las verdes hojas la misma
faz hermosa
que había visto reflejada en el agua. Ahora comprendió que se había engañado, y tuvo
vergüenza por sus fantasías presuntuosas. A la princesa en el árbol le dijo:
"¿Por qué estás sentada en ese árbol?"
"Estoy esperando", dijo Naranjina de Oro.
"¿Desde cuándo?"
"Desde hace unas horas. No creo que mi espera se termine dentro de poco."
"Bueno. Yo estoy libre. Si no te molesta, voy a sentarme al lado de tí, para que esperemos juntos."
"De acuerdo", dijo Naranjina de Oro.
"Pero, ¿cómo puedo subir al árbol?"
"Un momento, por favor", dijo Naranjina de Oro.
Bajó una de sus largas trenzas desde el árbol. La asistenta cogió la trenza y se izó hacia
arriba. Se sentó al lado de Naranjina de Oro, y le dijo:
"Bueno. Ahora ya no estás sola. ¿A quién estás esperando?"
"Al príncipe", dijo Naranjina de Oro.
"¿A qué príncipe?"
"Al príncipe de tu país. Yo estaba a la merced de un gigante. Mientras dormía el gigante,
me libró de su poder el hijo del rey. Este príncipe me llevó consigo como su novia, y vamos a casarnos.
Me dio sus propios vestidos, porque yo no tenía vestidos de princesa. Yo me puse sus vestidos, pero no son adecuados para
llevarlos en el palacio de su padre. El príncipe me dejó aquí y fue a casa solo. Me dijo que iba a contarle
todo al rey, y recogerme aquí junto con su séquito, y traerme vestidos de princesa."
"¿Eres una princesa?", le preguntó la asistenta.
"Sí, soy la hija de un rey", dijo Naranjina de Oro.
"Y ¿cuál es tu nombre?"
"Me llamo princesa Naranjina de Oro."
"A juzgar por tu capa y tu blusón, yo no diría que fueses una princesa", dijo la asistenta. "Y estás
sentada en un árbol sin cojines de plumón. Pero tu cara es una verdadera cara de princesa. No he visto un cutis
tan fino nunca. Tus mejillas se parecen a naranjas deliciosas. Me parece que tus trenzas son de oro. ¿Puedo tocarlas?"
"Sí", dijo Naranjina de Oro.
Pero la asistenta no sólo era fea y estúpida, sino también maligna y celosa. Dio tirones a una
trenza de Naranjina de Oro, quien se deslizó de su asiento por consecuencia. La asistenta hizo como si la quisiera
coger al vuelo decentemente. Sin embargo, le cogió de los vestidos, y le dio un empujón traicionero con sacudidas
para quitarle la capa y el blusón. Naranjina de Oro no pudo agarrarse de nada, y se cayó del árbol al
estanque con unos ramitos arrancados. La asistenta se agachó, y vio que Naranjina de Oro se hundió entre grandes
círculos que se extendieron sobre la superficie del agua. Había desaparecido Naranjina de Oro, pero donde
se había hundido salió del oscura agua un gran nenúfar magnífico cuyos blancos sépalos se
levantaban sobre las verdes hojas. La asistenta no prestó mucha atención al nenúfar, porque creyó
que el flor, al que ya no había notado, debía de haber estado presente antes. Ahora se dio prisa por ponerse el
blusón y la capa. Tenía el cuello de la capa delante de la boca para mantenerse oculta, y esperaba al
príncipe.
Llegó el príncipe el segundo día en un carruaje de oro con su gran séquito de caballeros a
caballo, nobles y eminentes del país, caballos magníficos que andaban cortamente atados y piafando, jinetes
espléndidos que estaban firmemente sentados en las sillas de montar. El hijo del rey había encomiado la
belleza de la princesa, así que los del séquito estaban llenos de expectación y deseaban ver a la joven novia y
futura reina que era, según las palabras del príncipe, la más bella de doce reinos. Llegado al estanque,
el príncipe saltó del carruaje. Llevaba un traje elegante de terciopelo rojo con bordado de oro, un
blusón y pantalones de seda blanca, zapatos con hebillas de oro, un sable de oro, y un sombrero con una pluma grande.
Corrió al árbol con los brazos tendidos hacia adelante para llamar a su querida novia. Pero no tenía
los brazos tendidos largo tiempo. Los retiró de prisa, porque entre las hojas no vio la faz cariñosa con las
mejillas rojas, sino una cara terrosa y una risa sarcástica.
"¿Qué veo?", dijo el príncipe. "¿Qué ha pasado?"
"Nada", dijo la voz desde el árbol. "Estoy sentada aquí y esperando, mi querido príncipe, durante
muchas horas. Creía que tenía que esperar durante otras muchas horas, pero me gusta que hayas venido.
¿Es muy grande tu séquito?"
"Me engañan mis ojos", pensó el príncipe. "Porque nadie podría transformarse tanto dentro de
dos días."
La asistenta en el árbol vio lo desesperado que estaba el hijo del rey, y le dijo:
"¿Ya no sabes quién soy? Soy Naranjina de Oro, llevo tu capa y tu blusón. Has prometido que
ibas a recogerme con un carruaje y gran séquito, y traerme vestidos de princesa."
"Sí", dijo el príncipe. "¿Pero por qué es tan terrosa tu cara?"
"Porque me ha bronceado el sol."
"¿Y por qué está tan ronca tu voz?"
"Porque he rezado por tí todo el día."
"¿Y por qué han desaparecido tus trenzas?"
"Porque no las iba a peinar nadie."
El príncipe comprendía que la muchacha iba a contestar todas preguntas, pero estaba confuso y perplejo.
¡Qué desilusión! No sabía qué hacer. Además temía la burla de los
cortesanos, porque iban a ver a la novia a la que había calificado de la más bella de doce reinos. Pero no
podía resolver el problema, ni dejarla aquí. Había venido para recogerla. Le ocurrió la idea de
que su novia podría recobrar su hermosura de la misma manera tan rápida y milagrosa de la que se había vuelto
fea. Esta idea le consolaba por el momento, aunque era triste el consuelo. Ahora les hizo señas a los pajes que
habían traído los vestidos de princesa. Los pajes se acercaron, el príncipe tomó los vestidos y
se los alargó a la muchacha. Pasaba por mil suplicios, mientras iba de un lado a otro. Consideraba si quizás
pudiera inventar un pretexto para decirles a los de su séquito que se fuesen, pero no podía inventar nada.
Se imaginaba que tal vez fuese víctima de una ilusión óptica y que su bella novia de antes pronto fuese
a aparecer de nuevo, pero se temía que no. Ya oyó el grito de mando de la novia de hoy. Vino bajo el árbol
para ayudarle a descender de su asiento de hojas. Vio que su nueva novia se veía feisima y gorda. Además, la falda
plisada de raso blanco no estaba bien asentada sino arrugada.
"¡Vamos!", dijo el príncipe, y fue la mejor palabra que podía decir. La puso en el
carruaje de oro, cerró la portezuela, y bajó la cortina. Lo hizo de prisa, pero los nobles y cortesanos
hubieron visto a la novia. Primero estuvieron perplejos, seguidamente comencieron a reir. Las risas burlonas fueron un nuevo
suplicio para el príncipe, quien mandó volver a casa. La novia a su lado creía que era bella, porque
llevaba vestidos preciosos de raso blanco. Le sonreía al hijo del rey, quien creía que no le podría
pasar nada peor. Algunas veces ella le trató de 'mi príncipe', pero él no decía nada.
Al fin se callaba incluso la novia, y era sensato callarse. Era triste la vuelta, por muy alegre que se la hubiera
imaginado el príncipe. Tras llegar al palacio, el príncipe le mostró a la novia el cuarto de novia
abundantemente adornado. Ya no la podía ver nadie. La excusaba el hijo del rey, quien decía que no es saludable
una estancia de mucha duración en un árbol. Esto lo comprendían todos.
Había en la ciudad una lavandera, quien lavaba la ropa en el estanque bajo los árboles dos veces por semana.
Después de estos acontecimientos de los que hemos hablado, cuando llegó al estanque con su gran cesto de ropa,
llamó su atención un nenúfar magnífico blanco que flotaba suavemente en el agua con sus verdes
hojas.
(Gran Libro de Cuentos de Margriet: narrado de nuevo por Antoon Coolen, dibujos de Nans van Leeuwen, traducción por Hendrik Reuvers)